En toda buena
conversación media entre españoles medios existe un basto terreno de tópicos y
creencias aceptadas por (casi) todo el mundo que permite a dos personas que no
se conocen, en un ambiente relajado –normalmente el bar-, arreglar las
desdichas del mundo en un santiamén.
Son los famosos ‘lugares
comunes’, cada vez más presentes en la comunicación política e institucional y que
se trasladan o retroalimentan con los que usa la gente de la calle. Utilizados,
por ejemplo, por el Rey en sus mensajes navideños, generan una falsa apariencia
de neutralidad y de “sentido común” –gancho fácil que utiliza Rajoy para
calificar sus medidas- que funciona muy bien. En publicidad son el pan nuestro
de cada día y el famoso anuncio de ‘El currículum de todos’ es el ejemplo
estrella.
En el fondo, este tipo de
discurso de consenso, supuestamente apolítico y anti-todo vela una ideología
conservadora que consigue integrarse en la comodidad de la clase media sin que
se dé cuenta, lo que provoca esa sensación rara de que todo el mundo está en
contra del gobierno de turno que acaba de arrasar en las últimas elecciones.
La famosa ley del
silencio –el miedo a opinar en público lo contrario a la mayoría por ser
aislado- es la gran generadora de estos lugares que, con situaciones de agenda
informativa tan llamativa como las que tenemos últimamente: crisis, ‘política’
y corrupción, disparan el número de conversaciones tabernarias. Véanse:
“Son todos unos chorizos”
Es el lema de moda en
semanas como las dos últimas, cuando los escándalos de corrupción salpican de
mierda a los grandes partidos. Cuando se habla de corrupción, el lugar común
está en meter a todos los partidos –para que nadie se enfade- y en
autoexcluirse a sí mismo y al interlocutor como personas 100% honradas. Los
políticos. Nada más. Ni empresarios, ni pequeños defraudadores, ni la economía
sumergida, ni esa cita con el cardiólogo que tuvo tu abuela la semana pasada
sin esperar porque tu cuñada es enfermera en la planta de cardiología del
hospital.
Por supuesto que no es
comparable ser el tesorero del partido en el gobierno y esconder 22 millones de
euros en Suiza de procedencia dudosa con tener un enchufillo en la planta de
cardiología del hospital, claro que no. Pero no se puede desligar el grado de
corrupción de la clase política respecto de la sociedad en sí mismo. Cuando hay
un nivel tan alto y tan visible de corrupción como en estos momentos, es porque
de alguna manera existe cierta tolerancia en la sociedad. Si todos aceptamos
que nuestro amigo pequeño empresario con una casa y un coche más que nosotros,
declare a Hacienda la mitad de lo que gana para que a su hijo le den beca,
probablemente será más fácil que aceptemos que un partido reciba donaciones de
una empresa para que cuando gobierne le haga contratos favorables.
A la vista
está. Sabiéndose esto, actualmente hay grupos parlamentarios con gran parte de
sus diputados imputados en casos de corrupción que han sido elegidos con
mayorías absolutas. Y alcaldes. Y presidentes. Pero es mucho más fácil
trasladar la responsabilidad a ‘los otros’ que aplicársela a uno mismo en las
acciones cotidianas. Y además, te hace quedar bien en el bar porque has metido
en el saco también a tu partido.
“No se ponen de acuerdo,
que pacten”
El relato del gran pacto,
o la “alta política” como también citó el Rey en su discurso navideño nos viene
de la transición. No hace falta desmitificar otra vez el cuento maravilloso que
nos han trasladado siempre sobre el consenso y lo de que “ambas partes cedieron”.
Porque, ¿de verdad un pacto cocinado en despachos arregla problemas tan graves
como el paro, que a pesar de afectar a casi 6 millones de personas no incide en
todo el mundo por igual? ¿Cómo va a participar en el pacto un partido que legítimamente
tiene puestos sus intereses y representa a gente a la que no le afecta el
problema? ¿Alguien se lo cree? Que la solución sea urgente no significa que un
acuerdo, cualquiera, lo pueda arreglar.
Esto además, tiene otro cariz. El “siempre
se están peleando” viene a dar a entender de alguna forma que nos da pereza que
se ofrezcan cosas distintas y tengamos que realizar el enorme esfuerzo de
entender todas las opciones y elegir. Preferimos que ofrezcan una opción
pactada. Es otra manera de desviar la responsabilidad política que tenemos a la
hora de votar. Pero ¿acaso no se trata
de tener que elegir en democracia?
“No hay justicia en este
país”
Este es uno de los más
extendidos. Casi todo el mundo está descontento con la justicia y en realidad,
hay cierta razón en que es excesivamente lenta y burocratizada, a parte de que
obviamente, los jueces también se equivocan. Pero lo que provoca que se busque
el entendimiento bajo este lugar común en conversaciones controvertidas es el
desconocimiento y el papel tan importante que tiene la prensa rosa y de sucesos
en este país.
Desinformando, los casos más escabrosos de sucesos –últimamente
casi siempre relacionados con niños, lo que ‘duele’ a todo el mundo-, pululan
por programas de televisión machaconamente. Sin más misión que el revolvimiento
de los estómagos y la afloración de sentimentalismos, nunca hay espacio para
reflexionar con razonamientos argumentados, lo que da lugar a situaciones
grotescas como manifestaciones contra algunas de las condenas más fuertes vistas
de los últimos años o el aumento de la
connivencia con la cadena perpetua o incluso la pena de muerte. Una regresión
absoluta amparada en una falsa sensación de desprotección que contrasta con
datos objetivos: uno de los códigos penales más duros de Europa.
“Es que con la crisis… a
ver si pasa ya”
La crisis como maldición
satánica que ha caído del cielo es un argumento-excusa estupendo para hacer o
dejar de hacer cosas, y pensar de una manera y la contraria a la vez. Une a
todos porque parece que afecta a todos. Sirve para lamentarse tanto del
conocido que se ha quedado en paro como del empresario que “se ha visto
obligado” a despedir por culpa de ella. Es el cáncer compartido, acompañado del
famoso pildorazo que se ha conseguido introducir en nuestros sentimientos de culpa:
hemos vivido por encima de nuestras posibilidades.
Tampoco hace falta explicar
que ni afecta a todos por igual, ni ha venido del cielo. Tiene responsables,
algunos en más medida que otros. Como todo. Pero es curioso que para esto sí
hayamos repartido nuestro poquito de responsabilidad a cada uno y para el tema
de la corrupción no. Será porque estos platos sí los estamos pagando entre
todos (con recortes aceptados porque, claro, la crisis) y los otros no, ya que
no conviene tanto (lo de la tía y el enchufe en el hospital, ya saben).
"Antes, todo era mejor"
Para terminar, es la
mejor fórmula antes de pagar la cerveza. Después de haberlo arreglado todo,
apelar al pasado, sea cual sea, en el ámbito que sea, siempre permite encontrar
algo en común con el interlocutor en el caso de que haya habido algún mínimo
desencuentro. Quizá sea porque la población es cada vez más mayor, con una tasa
baja de natalidad, lo que hace que la media de edad del conversador tabernero
vaya aumentando y por lo tanto la posibilidad de que haya más un “antes” que
fuese “mejor”, es mayor. En realidad, es una percepción que tienen todas las
generaciones obviamente vinculada a la experiencia personal, que suele ser más
agradable cuando se es joven por razones físicas y menos cuando se es mayor por
las mismas. Además, el trasfondo de país católico con las mayores cuotas de
influencia de la religión en las edades más altas, hace que la idea de supuesta
degradación moral sea factible en una sociedad cada vez menos ligada a la Iglesia.
Estos son sólo algunos,
pero lugares comunes hay muchísimos y de cualquier tipo. Éstos están vinculados
de alguna forma a la situación más actual y pueden ser escuchados con más
frecuencia ahora. Pero en realidad, los estructurales son mucho más comunes y difíciles
de identificar precisamente por estar instalados en las creencias de todos: la
idea de nación (ya sea española, catalana, eslovena, bielorrusa o la que sea) o
el mito del progreso infinito (aunque este igual sí se deshace).