Hoy finaliza la primera
semana de comparecencias -sin respuestas-, en una comisión parlamentaria que reúne los mejores
ingredientes para cocinar un plato muy de moda: el descrédito político. El caso
de los supuestos ERE fraudulentos de la Junta de Andalucía lleva copando la mitad del
debate político andaluz en lo que va de legislatura. La otra mitad, se centra
en cuestiones de ámbito nacional -recortes, reformas, etc-, con su consiguiente batería de reproches entre
partidos.
Con 17 años de letargo
desde que hubo la última comisión de investigación en el Parlamento de
Andalucía, los partidos parecen haber entrado en un juego donde no conocen –o
no se acuerdan-, de las reglas.
Un caso muy electoral
Un caso muy electoral
La oposición del PP ha
liderado con torpeza un discurso repetitivo que se basa en la acusación constante a la cúpula de la administración andaluza. Sin esperar resoluciones
de informes oficiales (como los filtrados de la Cámara de Cuentas),
opinando precipitadamente en cada mínimo movimiento de la investigación y con
el apoyo de la derecha mediática para marcar el ritmo del caso en su beneficio
–electoral-, parece estar más preocupado en un rédito político que no termina
de alcanzar, antes que en esclarecer qué ha pasado exactamente con los mil
millones de euros en ayudas asignadas en principio de forma fraudulenta.
La instrucción judicial padece, de vez en cuando, tics de instrucción política. Los ritmos del procedimiento han ido
desarrollándose con una adaptación demasiado coincidente con respecto a los
tiempos electorales. La actividad durante la campaña se aceleró; se ha tardado
en llamar a declarar a imputados hasta 13 meses más tarde; algunas
resoluciones han coincidido con plenos en la Cámara ; e incluso la Audiencia ha reconsiderado decisiones que la propia jueza Alaya ha tenido que rectificar.
Esto supone que la
vertiente judicial del caso se está mezclando constantemente con la
parlamentaria, la que corresponde a la comisión. Y éste es otro punto en contra
del PP, ya que las conexiones entre la jueza instructora con el partido parecen estar de alguna forma en evidencia, con la relación que le uniría al actual
presidente del PP andaluz y alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido. Ambos habrían coincidido en algún expediente judicial en la etapa en la que el actual regidor ocupaba su plaza como juez decano de la Audiencia de Sevilla. De ser verdad, la confusión
peligrosa de distintos poderes del Estado deja en muy mal lugar a la democracia
y a quien la protagoniza, en este caso la derecha. Además, si comparamos la
actitud que ha tenido el poder judicial con respecto al PP en otros casos
similares, podemos comprobar que existen diferencias. Ni las formas ni el fondo
han sido parecidas en otros casos de corrupción donde el partido se ha visto
implicado en otros territorios.
Comparecencias para todos
Comparecencias para todos
Por otro lado están los
partidos del Gobierno andaluz. Izquierda Unida tiene en sus manos una llave que
parece venirle grande a veces. Puso como condición a su pacto de gobierno con el PSOE que
se aprobase esta comisión que el partido de Griñán vetó hasta en 10 ocasiones
en la legislatura anterior, cuando tenía mayoría absoluta. Sin embargo, IU
lidera el proceso político entrando al juego de las comparecencias-escándalo.
Si la lista de 24 personas para comparecer que presentó el PP desde el
principio era ambiciosa, las propuestas de la federación de izquierdas se
dejaron llevar por las ganas de revancha del PSOE. Que IU exija acudir a la
comisión a miembros populares como Eduardo Zaplana, el mismo Zoido, o Javier
Arenas, fabricando piruetas argumentativas con su responsabilidad en el ERE de la Faja Pirítica de Riotinto,
también responde poco a las ganas que parecía tener de conocer la verdad sobre
el caso.
El PSOE-A por su parte,
está protagonizando su rol continuo de animal acorralado y nervioso. Aunque a
nivel judicial forme parte de la propia acusación, y eso diga mucho de su
disposición institucional, la estrategia política con respecto al caso se le ha
ido a veces de las manos. Griñán acudirá el viernes que viene a la comisión tras el intento de su
grupo parlamentario de impedir por todos los medios que comparecieran cargos verdaderamente relevantes. Tras la argumentación constante de que era
innecesaria la presencia del actual presidente y el expresidente Chaves, el
mismo Griñán tuvo que irse a Madrid a expresar su voluntad de acudir, dejando
en evidencia a su grupo parlamentario que se había negado semana tras semana a
que se sentara en la comisión.
Los intentos de quitarle
importancia a un asunto de corrupción tan flagrante, demuestran que para el
PSOE es un tema muy incómodo del que quiere pasar página pronto. La formación
misma del propio ejecutivo, demostró una arrogancia que puede ser el disfraz
perfecto para una inseguridad casi infantil. Griñán no entendió que realmente
no ganó las elecciones y metió en su gobierno al aparato del partido en contra
de perfiles más técnicos, cuando en realidad había perdido 9 escaños y 600.000
votos.
A esto se le puede añadir
indudablemente el bajo perfil de los diputados que el grupo socialista nombró
para participar en la comisión, y sobre todo la nefasta actuación de los mismos
en las comparecencias de esta primera semana pasada, haciendo sus preguntas por escrito en contra de lo acordado.
En definitiva, el papel
que muestran los tres partidos con representación parlamentaria en el caso de
los ERE es bastante mediocre. Se habla a veces de lo inservible de una comisión
como ésta, argumentando que las responsabilidades judiciales están garantizadas
y no a todos los llamados a declarar se le pueden exigir responsabilidades
políticas porque nunca fueron elegidos. Pero esto no debería ser así. La
comisión no sólo puede, si no debe, dictaminar lo correcto o no de un
procedimiento general o actuaciones concretas de personas que han sido elegidas
para representar a ciudadanos. Eso va más allá de castigos electorales. Se
trata de la garantía de que los supuestos errores de una institución
representativa sirvan para aprender y ejemplificar con la intención de que no
se vuelvan a repetir. En cualquier democracia que se precie, una comisión así terminaría
con mociones de censura o cuestiones de confianza que incluso pueden acabar con
gobiernos. Pero eso no parece que vaya a ocurrir aquí.
En un país donde la
confianza de los ciudadanos en las instituciones está rozando sus mínimos
históricos, no se debería desaprovechar una oportunidad tan buena para
demostrar que la política sí puede servir para algo. El caso es lo bastante
importante para ello. Los ciudadanos necesitan, aparte de que se esclarezca
judicialmente lo ocurrido y se asuman las responsabilidades oportunas, que se
rindan cuentas a la soberanía otorgada por ellos mismos en las urnas.